Un color grís-anaranjado forra el decorado urbano. Arriba, la casi llena luna, que aparece y desaparece entre los claros de las pocas nubes que viajan lentamente hacia ninguna parte. Nubes que lloraron sobre este paisaje, que crearon espejos donde se reflejan esos colores puros de las luces de los semáforos, de las bestias con ruedas y de los escaparates de todos esos comercios que, aunque cerrados hace rato, deben mantener su prestigio cara al cliente, manteniendo ese gasto absurdo de energía.
Las recorro lentamente, observando y escuchando, más bien escaneando cada detalle que llama la atención; un sonido de tacones y su ritmo llena la noche, una chica camina con prisa por el paseo, doblemente iluminado por las malditas farolas naranjas y por su húmedo reflejo, unas voces lejanas, algunos vehículos y el sonido de las llantas sobre la superficie mojada, y poca cosa más. Es algo tarde, apenas hay nadie, solo algún perro paseando a su dueño. Se siente mucha tranquilidad.
Cada calle es un mundo, más bien lo es cada metro; son pinturas abstractas, son preciosas texturas que cambian de color durante el día. Las calles tienen su personalidad, su olor peculiar, algunas huelen a flores, otras a podrido, otras a pan o a grasa de taller mecánico, a madera, a orines, a bar, a frutas, etc. Hay perfumes que vuelan con la brisa, pero las calles son como las personas, cada rincón tiene su propio olor, su edad, su historia...
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