lunes, 19 de diciembre de 2011

J.S. BACH

Esta mañana, más bien este mediodía, me acompañé de música, como muchas veces hago al salir a pasear. Bach, concretamente y unas partitas para violín solo, formaban parte de la banda sonora de un maravilloso paisaje, tan nítido y cristalino, tan repleto de luz, que era deslumbrante. Podía observar los zarandeos de las ramas de los árboles, apenas vestidos con hojas, de la misma manera, me sorprendí de los vuelos y sus rubricantes rutas, unidos a un rítmico batir de alas de las aves, que sorprendentemente le daban vida, acompasados con precisión milimétrica, a esas mágicas composiciones. Es sin duda un sublime documento, un descriptivo lenguaje el de Bach, que ha permanecido durante siglos y sigue respirando la frescura y la novedad de cualquier obra maestra. El pequeño problema, si se me permite exponerlo de este modo, es que la descripción es tan natural y espiritual que solamente permite verificar que este sagrado mundo es permanentemente eterno, sin cambios por que no puede cambiar, sin inquietudes, sin desenfrenos, sin sufrimiento, sin malicia ni maldades... es la naturaleza en esencia. Un árbol, un ave, una brizna de hierba, que permanecen inalterables por generaciones, son la muestra de esa pureza a la que el ser humano siempre ha intentado alcanzar por medio de la razón, cuando es precisamente esta, la que impide que todo "sea"...


El Sr. Bach, como tantos otros, (y este es un aspecto muy personal de verlo), describía estados espirituales, paisajes vistos con la solemnidad y el entendimiento del alma, pero no lo hacía de su época, ni de sus gentes, ni de su cultura. Era cronista del alma, no periodista folklórico... Escuchar a Bach, es escuchar “el mensaje”, es recibir el puro beso de una madre, es una tierna caricia con el dorso de la mano pero hecha con el corazón, que parte del verdadero y puro Amor, que está dentro y fuera de todas las cosas, cuando se desvisten de etiquetas o de juicios...

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